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mercredi, juillet 22, 2015

« Pasado perfecto », de Leonardo Padura (Cuba)

Écrivain rencontré en mars dernier lors de son passage remarqué à la Librairie du Grain des Mots, c'est avec grande curiosité et envie que je me suis plongée dans « Pasado perfecto » [« Passé parfait » traduit par Caroline Lepage chez Métailié, 2001], le premier opus de la série de romans policiers qui ont fait sa réputation de chroniqueur de la vie quotidienne cubaine d'aujourd'hui.

Ce récit nous fait faire la connaissance de Mario Conde – flic, 35 ans -, au petit jour d'une cuite monumentale prise à l'occasion
de l'entrée dans l'année 1989… Son chef, el Viejo, l'informe qu'il est attendu du pied ferme : Rafael Morín, un chef d'entreprise publique plein d'avenir et très influent, a été porté disparu par sa femme. Et cette enquête est pour Conde, les hasards n'existent pas.
Car, en effet, les époques s'entrechoquent : Rafael Morín n'est rien d'autre qu'un de ses ex-camarades de classe, et Tamara, la femme de l'homme d'affaire, rien d'autre que son amour de jeunesse, platonique…
Les allers-retours entre passé et présent sont l'occasion pour Padura de brosser effectivement un large panorama de la société cubaine contemporaine, laquelle n'est, au fond, finalement pas franchement différente de la nôtre. Bien entendu, il y a la vie en temps de pénurie, et ça, c'est une particularité que nos sociétés ne partagent que rarement… Quoique… Mais, au-delà des contingences matérielles, les rêves, les ambitions, et les moyens mis en place pour les atteindre, les satisfaire, sont finalement surtout caractéristiques de l'homo économicus terrien, et donc très universelles !
Conclusion ? Je pense que je lirai avec plaisir les autres romans de la série Conde ! Et je crois que Paula ne va pas tarder à nous parler de « El hombre que amaba los perros », autre grand succès de Leonardo Padura qui nous parle là de Trotsky et de son assassin !


Quelques extraits pour la route !


Pp. 98-100
« El Flaco movió la cabeza, tratando de expresar No tienes remedio, tú, pero dijo:
- Está bueno ya, Conde, tú no sabes si él estuvo en eso o no y el caso es que no lo acusaron de arreglar notas ni de sacar exánemes ni nada de eso. A ti lo que siempre te jodió es que se templara a Tamara mientras tú te hacías pajas a costa de ella.
- ¿Y a ti de qué se te pelaban las manos, de chapear el patio?
- Y también te jodía muchísimo, porque me lo dijiste un día, que no pudiéramos estudiar más en la biblioteca del viejo Valdemira porque Rafael se la había cogido para él…
El Conde se puso de pie y avanzó hacia el Flaco Carlos. Estiró el dedo índice y lo apoyó entre las cejas de su amigo.
- Oye, ¿tú estás con los indios o con los cowboys? Fíjate, no me cago en tu madre porque me está haciendo la comida. Pero en ti me cago facilito, facilito. ¿Desde cuándo te dieron el carnet de Pepe Grillo?, ¿eh?
- Vaya a que le den por donde le duele -dijo el Flaco, le dio un manotazo al brazo de Conde y empezó a reír. Era une risa total, que salía del estómago y removía todo su cuerpo enorme y fláccido y casi inútil, una risa profunda y visceral que amenazaba de muerte a la silla de ruedas y que podía tumbar paredes y salir a la calle, doblar esquinas y abrir puertas y hacer que el teniente Mario Conde también se riera y cayera sentado de culo en la cama y necesitara otro trago de ron para calmar el acceso de tos. Se reían como si en ese mismo instante hubieran aprendido qué cosa era reír, y Josefina, atraída por la algarabía, los miraba desde la puerta del cuarto y en su cara, detrás de la breve sonriza, había una profunda melancolía: hubiera dado cualquier cosa, su propia vida, su misma salud que empezaba a romperse, por que nada hubiera sucedido y aquellos dos hombres que se reían fueran todavía los muchachos que siempre se reían así, aunque no tuvieran motivos, aunque sólo fuera por el placer de reír.
- Bueno, está bueno ya -dijo y entró en el cuarto-. Vamos a comer que casi son las nueve.
- Sí, viejuca, que estoy herido de muerte -dijo el Conde y caminó hasta la silla de ruedas del Flaco.
(…)
Se acercaron a la mesa y el Conde analizó las ofertas de Josefina: los frijoles negros, clásicos, espesos; los bistecs de puerco empanizados, bien tostados y sin embargo jugosos, como pedía la regla de oro del escalope; el arroz desgranándose en la fuente, blanquísimo y tierno como una novia virginal; la ensalada de verduras, montada con arte y combinación esmerada de los colores verdes, rojos y el dorado de los tomates pintones; y los plátanos verdes a puñetazos, fritos y sencillamente rotundos. Sobre la mesa otra botella de vino rumano, tinto, seco, casi perfecto entre los peleones.
- Jose, por tu madre, ¿qué cosa es esto? -dijo el Conde mientras mordía un plátano frito y rompía la harmonía de la ensalada robándose una rodaja de tomate-. Le cae la peste al que hable de trabajo ahora -advirtió y empezó a formar una montaña de comida sobre su plato, decidido a hacer, de un solo golpe, el desayuno, el almuerzo y la comida de aquel día con trazas de nunca acabarse-, o de cualquier cosa -y tragó. »


Pp 132-133
« - ¿Qué te gustaría hacer ahora, Manolo? -le preguntó entonces a su compañero, que apenas se sorprendió con aquella interrogación de primer trago.
- No sé, tomarme unos tragos aquí y seguir después para casa de Vilma y estar tranquilo hasta mañana, eso es -respondió el otro y levantó los hombros.
- ¿Y si no fueras para casa de Vilma, quiero decir?
Manolo observó su trago con mirada de viejo catador y la pupila del ojo izquierdo avanzó limpiamente hacia el puente de la nariz.
- Creo que me gustaría oír música. Siempre me gusta oír música. Quisiera tener un buen equipo de audio, con todos los ecualizadores y esas joderas y dos bafles así, bien grandes, y acostarme en el suelo con un bafle a cada lado de la cabeza, bien pegados a la oreja, y pasarme horas oyendo música. ¿Te imaginas, compadre, que el viejo mío nunca pudo dame ciento cuarenta pesos para comprarme una guitarra? Con aquella guitarra polaca yo hubiera sido el tipo más feliz del mundo, pero si te toca ser hijo de un guagüero que con el sueldo tiene que mantener a seis personas, la felicidad tiene que costar mucho menos de ciento cuarenta pesos.
El Conde pensó que sí, que la felicidad podía ser muy cara y pidió otro doble. Observó la calle, soleada y fría, por donde apenas pasaban autos, y se encontró completamente limpio y tranquilo. Era un buen mediodía para tomarse unos tragos y acostarse con una mujer, como la haría su compañero, o para coger una guagua con el Flaco y sufrir cuatro horas en el estadio. Era un buen mediodía para estar vivo y feliz con o sin guitarra, y mientras probaba el ron y su garganta se le agradecía -un calor conocido y manso de ron blanco-, pensó que muchas veces él también había sido feliz y que alguna vez lo sería de nuevo y que la soledad no es un mal incurable y quizás algún día recuperaría sus viejas ilusiones y tendría una casa de madera y tejas con un cuarto para escribir y nunca más viviría pendiente de asesinos y ladrones, agresores y agredidos, y Rafael Morín saldría otra vez de sus nostalgias y quedarían a flote sólo los buenos recuerdos, como debe ser, los que el tiempo salva y protege para que el pasado no sea una carga horrible y repelente y uno no tenga que ir camino del puente a tirar tu cariño al río, como decía la canción de Vicente Valdés que ahora oían. »


Pp 156-157
« -¿Pero qué quería, viejo, a qué coño vino Rafael?
- Vino a pedirme perdón, Conde. Quería que yo le perdonara. ¿Sabes lo que me dijo? Me dijo que yo había sido su mejor amigo.
Mario Conde no pudo evitarlo: vio otra vez cómo Tamara se desnudaba y sintió que se hundía en un pantano irreversible y mortal.
-¿Era un cínico o un comemierda?
Miki repitió la operación de aplastar la colilla en el piso, pero se esmeró en destruirla y después de destrazarla siguió moliéndola con el pie.
-¿Por qué hablas así, Conde? Tú sabes que tú también eres un jodido, ¿verdad? Por esa nunca vas a ser ni un escritor mediocre como yo, ni un oportunista elegante como Rafael, ni siquiera una buena persona como el pobre Carlos. No vas a ser nada, Conde, porque quieres juzgar a todo el mundo y no te juzgas nunca a ti mismo.
- Estás hablando mierda, Miki.
- No estoy hablando ninguna mierda y tú lo sabes. Te tienes miedo a ti mismo y no te asumes. ¿Por qué no eres policía de verdad?, ¿eh? Estás a medio camino de todo. Eres el típico representante de nuestra generación escondida, como me decía un profesor de filosofía en la universidad. Me decía que eramos una generación sin cara, sin lugar y sin cojones. Que no se sabía dónde estábamos ni qué queríamos y preferíamos entonces escondernos. Yo soy un escritor de mierda, que no me busco líos con lo que escribo, y lo sé. Pero tú, ¿qué eres tú?
- Uno que se caga en todo lo que tú dices.
Miki sonrió y estiró la mano. El Conde le entregó el último cigarro de la cajatilla y la estrujó hasta harcerla una pelota. Entonces la lanzó por la ventana.
- ¿Verdad que es bueno el long-play ese? -preguntó el escritor, y disfrutó del humo del cigarro.
- Oye, Miki -preguntó el teniente mirando a los ojos a su antiguo compañero de estudios-, ¿lo de tu récord en el Pre también era mentira? »


« Pasado perfecto », de Leonardo Padura, col. Andanzas, Tusquets Editores, 2000.
« Passé parfait », de Leonardo Padura, traduit par Caroline Lepage, Métailié, 2001.
passe parfait


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