Escarabeo es una revista literaria colombiana. Aquí un artículo de Miguel Angel Herrera Zgaib que nos habla de
El desbarrancadero, de Fernando Vallejo :
Fernando Vallejo no es un escritor cualquiera, sino que encarna una voz y una porsa inconfundibles cuya fama, si la tien, la ha forjado fuera de su terruño con los recuerdos de un trasterrado preso de una (des)ilusión oligárquica que lo desmorona lentamente. A distancia, viviendo en diversos puntos del globo, y particularmente, en México, en la colonia Condesa, un reparto decadente henchido de nostalgia, que amenaza ruina, ha producido una obra que se muestra a través de particulares formas expresivas con la primera persona como forma de interlocución válida.
En ella, y
El Desbarrancadero es una pieza maestra, la narración se agolpa como un vómito existencial, donce la reflexión, la anécdota punzante y descarnada comparten compulsivamente jerarquía, y encuentran su exacto lugar para desprender su carga de profundidad iconoclasta en una suerte de
caosmosis. Para juntar infancia y adultez en una negación de cualquier teleología para mostrar a los lectores, y en primer lugar, al sujeto de lo narrado, que dios ha muerto y cuán solos estamos.
No hay campo para duda. Vallejo tiene que haber conocido algo de Michel Foucault, y del desafío cultivado en el Renacimiento, cuando fenece el feudalismo, de tomar la propia vida para esculpirla a su manera, sin ofrecer concesiones a nada distinto que al querer inteligente de ser otro. A pesar de haber sido constituido de antemano de otro modo, por la existencia que de arranque a cada uno nos tocó vivir. En este caso, la de él, en la infancia a través de otro, su hermano cuya vida y muerte deseadas se convierten en el leitmotiv de este pequeño, encantador camafeo literario, que lo hace una pieza de excepción, a la vez que un alegato intimista contra una sociedad de la que el escritor se siente expulsado.
El hecho de nominar su serie de novelas cortas el Río del tiempo evoca una cierta deuda, una vecindad con el inmortal universo heracliteano. Para magnificar una pérdida irreparable que le ofrece lucidez aFernando, recostado en el devenir de otro milenio. Al cual saluda literariamente así:
"¿O no, Darío? Tenemos que aguantar a ver si acabamos de remontar la cuesta de este siglo que tan difícil se está poniendo. Pasado el 2000 todo va a ser más fácil: tomaremos rumbo a la eternidad de bajada. Hay que creer en algo, aunque sea en la fuerza de la gravedad. Sin fe no se puede vivir."
Y el Darío, quien no es otro que su entrañable hermano, y cómplice de los primeros días se está desatando en una diarrea pantagruélica, que él parará con la sulfaguanidina, un remedio efectivo con la s vacas, que nos recuerda un lejano pasado agropecuario. A la vez que el jíbaro de su hermano se envolvía en marihuana sin remedio, pero esperanzado de la rumba prometida en la Côte d'Azur al fin de este juego mortal.
La marihuana, después de tres cucharadas de caldo de pollo, era oportunidad para reconocer la habilidad de un moribundo redivivo : "Desaramaba el cigarrillo que yo torpemente había armado y lo volvía a enrolar a su modo, con una habilidad y una rapidez pasmosas, como de cajero de banco contando billetes."
Y luego, el narrador en primera persona, como si quisiera poner fin al relato muy temprano, enseguida, en la página 29, de la edición de Alfaguara, ilustrada por una preciosa y enternecedora foto de los dos hermanos, dice : "No, me turba la conciencia que hoy me amaneció limpia. Limpia como el cielo de Bogotá cuando llueve, ¿te acordás, Darío? Nunca más habría de volver a Bogotá. Poco después habría de morir en esa casa de Medellín, en uno de los cuartos de arriba, arriba de ese patio. Lo que no sé es en cuál de todos murió, atiborrado de morfina. Yo para entonces ya no estaba, me había ido de esa casa, de esa ciudad, de este mundo rumbo a las galaxias para no volver."
Luego, Vallejo coquetea con el asunto de la eugenesia, a su modo, para referirse a su ancestro maldito marcado por la herencia de los Rendones, que por acso tocó en pleno el carácter de su hermano, y el de la Loca, que no es otra que la mardre común, a quien odia con todo, sin resquicios mentales o físicos :
"Ay los REndones, lo que nos han hecho sufrir, en primero y segundo grado ! Los Rendones son locos. Locos e imbéciles. Imbéciles e irascibles. Pese a lo cual andan sueltos en un país de leyes donde no existe una ley que les impida reproducirse".
Y páginas adelante aparece también de nuevo la biología aplicada como medicina a la enfermedad del último cuarto de siglo, el fantasma desolador del Sida con sus antecedentes discriminatorios y secuelas letales :
"Y la verdad le decía : hasta el fondo de un barranco yo lo había seguido, en el Sudebaker, una noche en la que se le cansó la mano al dar una curva. Pero hasta el infierno aún no, y él ahí está y yo aquí en el curso de esta línea, salvando a la desesperada una mísera trama de recuerdos."
Aquí viene el corolario gramatical de la trama que se desenchipará páginas arriba, como un verdadero, devastador pretexto:
"El examen para ver si portábamos en el torrente sanguíneo, entre tanta vitalidad desviada, el bichito solapado del sida nos lo hicimos juntos la víspera de uno de mis viajes a México, uno de tantos que he hecho entre el país de la coca y el país de la mentira, y en los que se debate desde hace mucho mi vida, de aquí para allá, de allá para acá, como pelota de ping pong, yendo y viniendo, jugando contra sí mismo mi destino."
El desenlace de la pesquisa científica sobre el sida aparece de repente, y de este modo aséptico en el relato que marcha sin pausa pero con prisa :
"Cuatro años habían pasado entre el resultado del análisis y la situación presente. Pero el contagio según mis cálculos venía de más lejos, pues de tiempo atrás estaba perdiendo peso y por eso le hice hacerse el análisis. Un mecucho amigo suyo le había diagnosticado hipoglucemia, palabra que suena muy bien, muy sabia, pero la hipoglicemia como enfermedad no existe, sólo como un estado pasajero. Era sida en proceso lo que tenía mi hermano, y se lo había contagiado vaya Dios a saber desde hacía cuánto."
Poco más adelante hay una referencia al idílico lugar familiar en que crecieron los dos hermanitos del cuento. A propósito del padre, quien vive en matrimonio con la Loca en un infierno disfrazado de cielo, según su decir. Esta evocación se quiebra de un modo brutal para liquidar su relación filial con una doble estocada, literaria y existencial :
"Perdón por la palabra, pero el castizo "hijueputa" y su verbo es lo máximo de que dispone Colombia para insultar, para odiar.Colombia, país pobre rico en odio.
Yo no soy hijo de nadie. No reconozco la paternidad ni la maternidad de ninguno ni de ninguna. Yo soy hijo de mí mismo, de mi espíritu, pero como el espíritu es una elucubración de filósofos confundidores, entonces haga de cuenta usted un ventarrón, un ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando pollos."
En la contabilidad de los años vividos por el hermano en capilla, hay un hiato para referirse a Medellín, chiquero de Extremadura trasplantado a Marte, y esto refiere como mirándolo desde arriba como Zeus tonante :
"A ver, a ver, a ver, ¿qué es lo que vemos ? Estragos y más estragos y entre los estragos las cabras, la monstruoteca que se apoderó de mi ciudad. Nada dejaron, todo lo tumbaron, las calles, las plazas, las casas y en su lugar construyeron un Metro, un tren elevado que iba y venía de un extremo al otro del valle, en un ir y venir tan vacío, tan sin ojeto, como el destino de los que lo hicieron. Colombian people, I love you ! Si no os reprodujerais como animales, oh pueblo, viviríais todos en el centro. Raza tarada que tienes alma de periferia !"
Y con Medellín viene el recuerdo de la madre odiada, la loca Rendón, para atribuirle a ella la muerte el padre amado :
"Lo que hizo sufrir a papi en sus últimos años esa puta Loca antes que lo matara ! Porque ella fue la que lo mató,, no el cáncer del hígado como diagnosticaron los médicos. El cáncer le mató el cuerpo, ella el alma".
Y también la presencia del hermano disruptor. El gran Güevón a quein lo fascinan las sambas :
"La Loca parió un engendro: el Gran Güevón que tenemos ahora crecidito, de la edad de Cristo, con esa misma barba y en su plenitud Rendón, poniendo sambas que atruenan el jardín, que ahuyentan a los pájaros y me impiden oír llegar la Muerte."
Los dos, la confluencia de la Loca y el hermano odiado son la causa eficiente para el final de Darío, y en este pasaje digno del Dante así lo pinta Vallejo:
"La Loca era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de Dios Diablo, y se había confabulado con su engendro del Gran Güevón para matar a mi hermano."
Hay luego dos momentos en que toda comunicación cesa con los padres, de forma diversa y por diferentes motivos. Ello ocurre en tiempos en que el padre está cercano a la muerte, en Medellín, en la cas del Barrio Los Laureles, que parece acompañarlo después a su habitación en México.
Este es el episodio con la madre:
"Quince días llevaba con el televisor prendido mientras papi se moría, y yo viéndola, negándome a creer.
-¿Qué ves?- le pregunté
Una telenovela muy buena con una mujer muy mala.
-La mala sos vos- le dije, y fue lo último que le dije poruqe no le volví a hablar.
Acto seguido le apagué el asqueroso aparato".
Y éste el cierre del diálogo interminable con el padre moribundo:
"La última vez que hablé con papi fue unos meses antes de su muerte, la víspera de una de esas inútiles partidas mías que por un muerto u otro terminaban siempre en el regreso. Como tantas otras veces, nos sentábamos en el balcón a conversar... hablábamos por horas y horas de nuestra pobre patria, de nuestra patria exangüe que se nos estaba yendo entre derramamientos de sangre y de petróleo saqueada por los funcionarios, sobornada por el narcotráfico, dinamitada por la guerrilla, y como si lo anterior fuera poco, asolada por una plaga de poetas que se nos vinieron encima por millones...".
Pero, la última vez que conversamos me cambió de tema.
"-¿Qué habrá después de la muerte, m'hijo?- me preguntó.
-Nada, papi- le contesté. Uno no es más que unos recuerdos que se comen los gusanos."
Más adelante hay recuerdos envolventes para la abuela idealizada, después de darle muerte a un perro rescatado agonizante de una alcantarilla, con la complicidad de Aníbal y Nora, dedicados a la profesión de cuidar perros y gatos en su encierro deprimente.
"Ay abuela si me oyeras, si vivieras, si supieras en lo que se ha convertido mi vida y este país y esta casa, ya ni nos reconocerías.
Y con la abuela se anuda en la memoria y el deseo el recuerdo, lejano y actual de su barrio:
Nunca más ! Mi barrio se murió, los carboneros lo tumbaron, las sombras se esfumaron, la brisa se cansó de soplar, la rapsodia se acabó y esta ciudad se fue al carajo calentando, calentando, calentando por lo uno, por lo otro: por tanta calle, tanto carro, tanta gente, tanta rabia."
Fernando Vallejo desmadeja un sartal de improperios, censuras y denuncias sobre México y Colombia. Este Memorial de Agravios nos recuerda lo dicho por Reinaldo Arenas en una de sus más emblemáticas y esperpénticas novelas, donde despotrica de Fidel Castro, la familia revolucionaria avejentada, y todo lo uqe a su alrededor crece, se marchita, y se derrumba en su prosa justiciera:
"Y he aquí que volviéndome del país del peculado al país de los sicarios suenan afuera unos tiros de ametralladora, y el alma que me habían descosido los zancudos con sus cuchillas de afeitar me la vuelven a coser a bala las ráfagas de la metralleta: tas-tas-tas-tas-tas.
Colombia asesina, mala patria, país hijo de puta engendro de España, ¿a quién estás matando ahora, loca? Cómo hemos progresado en estos años! Antes nos bajábamos la cabeza a machete, hoy nos despachamos con mini-uzis. Y remontando el río del tiempo, a contracorriente de sus apuradas aguas que me quieren arrastrar, empecinadas, a la muerte, volvía los ojos a mi niñez, cuando el machete tomaba posesión de Colombia".
Después, navegando, en el mismo río como un Caronte criollo, sin contemplaciones con el Dante, avanza aguas arriba para encontrarse con el siguiente espectáculo anodino de la privatización de la política nacional de cabo a rabo:
"Vos lo único que te merecés, Colombia, es al maricón Gaviria, que con todos los huecos que te tapó y las calles que te construyó, te abrió la importación de carros y te embotelló tu destino... Ahora ya no vas para ningún lado (si es que para alguno ibas), país de mierda."
En seguida viene la muerte asistida del padre, que él realiza piadoso con una dosis de Eutanal. Claro, espera a que saliera su otro hermano, Carlos, para cumplir con el designio de hacerlo morir como a un perro, y despedirlo sin atenuantes del asedio del miedo que asiste a tanto mortal cuando emprende el último viaje al país de la nada:
"¿Qué me quería decir? ¿Que lo ayudara a vivir? ¿O que lo ayudara a morir? A vivir, por supuesto, él nunca quiso morirse...
Me levanté de la cama y me dirigí a un rincón del cuarto donde no me pudiera ver. Allí saqué la jeringa del bolsillo y le quité el protector a la aguja. Luego regresé a su lado y a la botella d suero: sus ojos vidriosos, perdidos, miraban al techo. Entonces hundí la aguja en el tubo de plástico, presioné el émbolo, y con la última gotita de suero que caía empezó a entrar el Eutanal. -Ay!- exclamó.
...Fue fulminante. Así había pasado con el perro. Lo miré cuando sus ojos se inmovilizaron en el vacío."
Y Vallejo piensa, igualmente, por qué no quitarse la vida con lo que le sobró del Eutanal. Pero, luego, piensa en que mejor es dejarle la tarea a un sicario, un modo de nominar a cualquier asesino en la Colombia caótica. Y hay tiempo para una disquisición física:
"El caos produce más caos. Y me ponen, señores físicos, esta ley como ley suprema, por encima de las de la creación del mundo y de la termodinámica, porque todas, humildemente, provienen de ella. El orden es un espejismo del caos."
En el pasaje del entierro con el ceremonial de los arreglos propios de las exequias Vallejo se despacha en una comparación con México y Cuba, y Colombia sale bien librada. Y de pronto se tropieza sentencia de modo premonitorio:
"Nunca lo sentí más perdido en esta vida ni más cerca del desastre. Su desconcierto se sumaba al mío, su fracaso al mío. Por lo menos Papi se había muerto sin saber que él estaba contagiado de sida...
- Y qué hubiera sabido!- le contesté leyéndole el pensamiento- El te contagió el sida de esta vida."
Después está el estruendo de la calle, en la escucha del radio del carruaje de la funeraria, que recuerda la anodina política nacional:
"Que Gavirita declaró, que Samperita decretó, que Pastranita conminó. A Papi lo despedían con mierda. Qué le vamos a hacer, entre la mierda nacemos y vivimos y nos vamos."
Ya en las cercanías del final, otra escena nos recuerda a su modo las celebraciones dionisiacas, primero en Nueva York, en el Admiral Jet de la Calle 80 del West Side, a dos cuadras del Central Park. Un edificio en el que Darío fungió de superintendente, donde Fernando le ayudó a destapar inodoros de negros, igualitos a los de los blancos. Y se produce un coloquio a propósito de dos fenómenos, uno natural, Dick, un negro con un pene que destroza paredes; y otro artificial, Sam, la máquina que muele desperdicios, la basura del Admiral Jet que entrega empacada y dispuesta. Y claro, un conciliábulo de ratas, una de las cuales, Maruquita, le recuerda a Fernando que en el mundo también hay ternura. Ella le lame la mejilla, y él le dice en colombiano:
"-Ay Maruquita, qué loca que sos! ¿No te da miedo de que te infecten los humanos?
Mandé la imparcialidad al carajo y le di el doble (de arroz). No le pidan equidad al amor que el amor es ciego."
Luego la escena cambia, como en el cine con el que lidió Vallejo en los primeros años:
Para volver con Dario una noche cerrada a Colombia el matadero. por una de esas careteritas fantasmagóricas del país de Thánatos.
"El paseo es idílico, ahora a la antioqueña, claro está, bañada de aguardiente. Es la apoteosis del Studebaker de la perdición, al "Este del paraíso", y al que llamaban la cama ambulante. Manejado con destreza por Darío. La evocación fluye un año después de la muerte del padre, cuando regresa por otra muerte anunciada. En el trayecto que conduce desde el Alto de Minas, de Medellín a Santa Bárbara para bajar a La Pintada rodeado de muchachos, -de "bellezas" es el cumplido-, que ha perseguido siempre a lo largo de su vida activa con la complicidad del hermano ahora moribundo:
"Ahí se da la compenetración más absoluta del sitio con el licor y del licor con el alma... El embeleco de Cristo un día pasará en ese país novelero: el aguardiente nunca. Sin aguardiente, Colombia no es Colombia. Su unión con él es la consubstanciación hipostática."
Y a la vuelta, un aroma le recuerda una finca, Santa Anita repleta de naranjos en flor donde habita el recuerdo grato del abuelo materno, quien indicaba hasta la desesperación cómo recolectar las naranjas. Y poco después cruzando un puente sobre el río Cauca van a parar al río, y entonces Vallejo despierta, ahogándose con el sol en pleno rostro, y corre despavorido a buscar a Darío.
Después se le agolpan los recuerdos en una suerte de condensación cinemática. Ante la inminencia de la uerte del hermano querido, cuando sin curselerías contemplan fotos familiares que resumen el comienzo y el fin de una vida:
"Corrí a su cuarto y no estaba. Lo encontré abajo en el jardín bajo el sol mañanero hojeando un viejo álbum de fotos.
Y me señaló entre las fotos una de dos niños como de cuatro y cinco años:
-Nosotros.
¿Esos fuimos nosotros? Cuánta agua ha arrastrado el río!"
Se cuentan el mismo sueño del Studebaker cayendo al río Cauca, para concluir con rigor cuasi biológico: "Pero no se asombre demasiado que por algo era mi hermano: veníamos del mismo punto, del mismo hueco, unas entrañas oscuras llenas de lamas y babas."
Aparece ahora, recorriendo varios años en un instante, se presentifica la complicidad en la pederastia compartida y temprana, un hábito, un placer que no guarda remordimiento alguno. Viene con el recuerdo de un nuevo encuentro con Darío en Bogotá. Es aquella vez que le regaló su primer muchacho, una belleza de diciséis años:
"¿Sí te acordás, Darío, del Andresito que te regalé en Bogotá cuando nos reconciliamos y te contagié el vicio de los muchachos?"
Y sobreviene un excurso, como en la Etica de Spinoza, leída de revés, para recordar a la parturienta profesional que fue su madre, la Loca, que lo anima a pensar escribir un Tratado de la Maldad Pura dedicado, in memoriam, dice a Tomás de Aquino y Duns Scotto.
La escena se revela en México, donde Vallejo recibe la llamada de Carlos, su hermano, comunicándole que Darío ha muerto. Y al poquísimo tiempo también se muere él, su alma gemela. Y lo llevan, dándole eso sí una mordida al agente de la Procuraduría para que autorice su cremación. Y esto rememora Fernando de lo que parece ser su suerte final:
"Entré al horno desnudo, avanzando sobre una banda mecánica. Y no bien transpuse la boca ardiente del monstruo, umbral de la eternidad, estallé en fuegos de artificio. En la más espléndida explosión de chispas verdes, rojas violáceas, amarillas.
Hay de pronto, un retroceso en el tiempo, a contramano de Heráclito, al menos al cambiar de dirección el relato premonitorio:
"Cuando armaba la tienda de sábanas y reinstalaba a mi hermano en su hamaca, me puse a recordar a Tales, a Anaximandro, a Zenón, a Heráclito, a Demócrito, olvidados amigo de una olvidada Facultad de Filosofía y Letras... Esa mañana en el jardín mojado que secaba el sol, sentí con la más absoluta claridad, en su más vívida verdad, el engaño...
Pero de repente pum! Que me cae del mango uno maduro en la cabeza y que me enciende el foco: Newton se equivocó: no hay que multiplicar las masas, cada una actúa por separado; y no hay que dividirlas por la distancia al cuadrado sino por la distancia simple. O qué! ¿Es que la gravedad va y viene como pelota de ping pong? Ve a estos ingleses !"
Y vienen otras parrafadas motivadas por las ceremonias religiosas dispuestras para quienes van a morir, y Vallejo se despacha con catilinarias contra la Iglesia Católica. Y regresa de pronto, de nuevo, al manicomio del Barrio Laureles, la casa paterna de los Vallejo Rendón, en diálogo conciso con la muerte, quien le dice: I love you.
Pero, en realidad, el recuerdo es de Gustavo, un mexicano, travesti como el que más, quien en las noches se transmutaba en la reina Xochitl, la reina de reinas, la más bonita porque era la más horrorosa. Y en seguida casi, vuelta al Alto de Minas, y el escritor hace comentarios acerca de la magia aprendida en su escritura:
"Mi futuro está en manos de mi pasado, que lo dicta, y del azar, que es ciego. Y tocar el clavecín, como dijo Bach, es muy fácil: hay que pulsar la nota justa en el momento justo con la intensidad justa."
Se bajan los dos hermanos y los muchachos con quienes liban alcohol, aguardiente para más señas:
Abajo, en la oscuridad, se abre Colombia inmensa, y aunque no la veamos sentimos cómo palpita -tibio, acogedor, seguro- su corazón.
Y regresa en el recuerdo desatado al Admiral Jet, para desear que aquella deleznable caja de cartón con esta bazofia adentro (se queme) no bien pare de nevar y no haya nieve que extinga el fuego. Que ardan el edificio y sus fornicadores de paredes.
Y aparece la sentencia que define al escritor desatado contra la moral, la ética y las buenas costumbres y modales burgueses:
"¿Odio luego existo? No. El odio a mi me lo borra el amor. Amo a los animales: a los perros, a los caballos, a las vacas, a las ratas, y el brillo helado de las serpientes cuando las tocas me calienta el alma.
Y estamos de frente a la agonía de Darío, a quien lo agota una diarrea interminable, y quien nunca entendió el amor de Fernando por los animales. Pero, antes, el propio Vallejo se dispone con toda la ira del mundo a acabar con otro hermano de un varillazo, luego, que éste, Cristoloco, apagó la luz, para dejarlo sin calentador, bañándose con agua fría, pero el último de los hermanos se había ido.
Esa noche fue la última en Medellín también. Y lo describe premonitoriamente así:
"Al amanecer me marché para siempre de esa casa. Y de Medellín y de Antioquia y de Colombia y de esta vida. Pero de esta vida no, eso fue unos días después, cuando me llamó Carlos por teléfono a México a informarme que le acababan de apurar la muerte a Darío..."
Y se declara en franca rebeldía con la muerte cuando va camino del aeropuerto, y pasa por la entrada del cementerio de San Pedro, se rebela contra el Angel del Silencio.
"¿La muerte? Cuál muerte, ángel pendejo! La Muerte, si te digo la verdad, a mí siempre mi hizo en la vida los mandados."
Y el taxi siguió la marcha haciendo rechinar las llantas en medio de charcos que pronto se convertían en el río del tiempo físico y virtual:
"Arroyos enloquecidos bajaban de la montaña volcándose sobre la carretera... No se veía un palmo. De una curva a la otra nos encontrábamos ascendiendo a contracorriente de un río. Como un miserere doliente..."
Y con el viaje por concluir, el naufragio llega a su fin, se cierra el círculo sin atenuantes, y el relato deja la marca indeleble:
"En este instante entendí que se acababan de cortar mis últimos vínculos con los vivos... y sobre el paisaje invisible y lo que se llama el alma, el corazón, llorando: llorando gruesas lágrimas de lluvia."
El Des(barrancadero), esta corta novela cosida a otras tantas en
El Río del tiempo, no deja duda, cierra un ciclo y abre otro en la vida de Fernando Vallejo. Este vástago de oligarcas quien con prosapia desenfadada de aristócrata, se mueve entre el cielo y el infierno para declamar su ateísmo, su amor desbordado y su odio confeso, que lo descubren también como un romántico al cierre del relato. No hay duda que este es un ejercicio desacralizado, devoto en el conocimiento de sí mismo. Y a la postre, también, una escritura que pone con ribetes estéticos y ritmo cinematográfico lo que Michel Foucault intentó sin lograr concluir, en la
Historia de la Sexualidad, jugándose de paso la vida en un épico, desgarrador duelo con el sida, la enfermedad de fin de siglo.